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¿Compites o te comparas?

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La competición es la búsqueda de un resultado óptimo que esté por encima de otros resultados. Competir, pues, en su aspecto sano, implica una voluntad de superación y evolución.
 
El problema empieza cuando, llevada a un extremo neurótico, se usa la competición para conseguir aprobación y admiración por parte de los demás. Existen personas que convierten su vida en una carrera destinada a demostrar quién es la mejor, compitiendo en todos los ámbitos y con todo el mundo: hermanos, pareja, amigos e incluso con desconocidos.
 
A veces esta actitud surge de forma automática e inconsciente y puede mostrarse abiertamente o, por lo contrario, ser totalmente invisible a ojos de los demás (y a veces incluso a los propios).
 
La sociedad en la que vivimos nos empuja ya desde niños hacia una competitividad insana. El sistema educativo, de entrada, ya fomenta la comparación, la automatización y el resultado en lugar de otros aspectos más sanos como pueden ser el proceso, la creatividad y las aptitudes e intereses personales.
 
A partir de aquí, la publicidad, la televisión, el consumismo… todo nos recuerda una y otra vez que tenemos que ser mejores y tener más que el vecino.
 
Si a esto le sumamos la tendencia natural que algunas personas tienen hacia la competición, no es de extrañar que muchos acaben notando sus consecuencias negativas.
 
La competición nacida desde nuestra parte menos sana, se convierte en la búsqueda de un reconocimiento basado en la comparación y el fracaso de otros.
 
Esta actitud nunca consigue una satisfacción real, nunca sacia, por lo que acaba atrapando en un círculo del que resulta complicado escapar: cansancio, estrés, envidia, malestar, ansiedad, inseguridad, perfeccionismo excesivo, comparación constante… son algunos de los efectos de una competitividad mal entendida o llevada al extremo.
 
Comparación y competición
 
Hay otra conducta que también es una gran fuente de contenido neurótico y sin la que la competitividad no podría existir: la comparación. Valoramos el resultado y si hemos “ganado o perdido” comparándonos con los demás. En este sentido, hay personas que se comparan para salir ganando y otras (aunque parezca extraño) porque necesitan salir siempre perdiendo. En ambos casos, la comparación se usa para poder “confirmar” internamente la superioridad o inferioridad que se siente respecto a lo comparado.
 
En relación a la competitividad, esto pone aún más de manifiesto la desconexión de uno mismo: en lugar de darle importancia a la mirada que yo me hago, le doy importancia a la que me llega desde fuera. La autovaloración, pues, es sustituida por el reconocimiento externo, haciéndonos dependientes de él y despertando todas nuestras defensas neuróticas.
 
Al final, la competición se reduce a una necesidad de demostrar algo, que en una parte es externa (para que los demás me vean) y en otra, interna (para demostrarme que valgo o situarme por encima de alguien).
Por todo lo anterior, no resulta muy complicado deducir que las personas competitivas suelen ser bastante inseguras y con escasa autoestima.
 
A pesar de que algunas pueden mostrarse orgullosas (no olvidemos que el orgullo oculta inseguridad), hay un mecanismo interno que necesita comparar para ver si lo estoy haciendo bien o si soy valorado: “Si le gano, es que lo estoy haciendo bien. Si la supero, demuestro que yo también valgo. Si lo consigo, no soy tan inferior como pensaba”.
 
Si hubiera una seguridad real y una buena autovaloración, no habría la necesidad de competir, ganar o demostrar algo. Dar mucha importancia al éxito es convertirnos en prisioneros de nuestra propia imagen y vivir en un mundo lleno de tensiones.
 
  • En vez de compararnos, busquemos nuestro propio reconocimiento.
  • En vez de poner atención en el resultado, disfrutemos del proceso.
  • En vez hacerlo para ganar, hagámoslo porque nos llena.
  • En vez de poner la mirada fuera, miremos hacia dentro.
  • En vez de competir, veamos qué podemos aprender de la otra persona.
 
“No actúes por reacción a lo que digan bueno o malo de ti. Transforma tu orgullo en dignidad y tu envidia en admiración por los valores del otro”, dice el filósofo Gurdjieff en sus preceptos.
 
Tenerlo presente nos ayuda a liberarnos de la esclavitud de la opinión externa, a no caer en la competitividad para satisfacer el orgullo o la inseguridad y cambiar la comparación por admiración y reconocimiento a los demás.
 
Compitamos si es necesario, pero aprendamos tanto del fracaso como del éxito, dándole la importancia necesaria y sin apegarnos a ninguno de los dos.

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